El pasado 26 de septiembre falleció en la ciudad de Freeport, Maine, el economista Lewis L. Smith. Durante casi cincuenta años este extraordinario ser humano residió en Puerto Rico junto a su esposa puertorriqueña, Trinita Muñiz Burgos, cuatro hijos y varios nietos y sobrinos. Smith era de origen estadounidense, pero se sentía tan boricua como el que más. Ciertamente amó a esta tierra profundamente y a lo largo de su fructífera vida ofreció todo su talento en pro del bienestar de nuestra gente.
Para quienes nos hemos acercado al tema energético desde una perspectiva técnico-científica, Smith fue sin lugar a dudas un maestro; un precursor de los estudios relacionados con la economía ambiental y, particularmente, sobre la viabilidad de las fuentes renovables. Desde la década de 1970, este prominente economista -primer Director de la Oficina de Energía de Puerto Rico- se propuso orientar a quienes han tenido a su cargo el diseño de la política energética, para que el País comenzara a romper con la dependencia respecto a los combustibles importados, contaminantes y no renovables (petróleo, carbón y gas natural) y para que se articulara un plan estratégico dirigido a desarrollar las fuentes alternas renovables, especialmente el sol, la energía océano-termal, la biomasa y las mareas, entre otras.
A partir de las propuestas de Smith y de otros científicos formados en distintas disciplinas, fuimos muchos los que comenzamos a interesarnos en un tema tan fundamental para el futuro económico de Puerto Rico. No tardamos en percatarnos de la gran urgencia que enfrenta el País desde hace años; urgencia que para las naciones desarrolladas -así como para un número creciente de otras en vías de desarrollo- ha significado el inicio de proyectos agresivos de energía renovable. Al mismo tiempo tomamos conciencia de los graves y consecuentes errores que se han cometido en la ejecución de la política energética en Puerto Rico, país en el que desde hace más de tres décadas se comprobó que podía lograrse la autosuficiencia en ese renglón tan crucial de la vida colectiva.
Precisamente, una de las últimas lecciones que nos dejó Smith fue su clara advertencia a la gerencia de la Autoridad de Energía Eléctrica para que desistiera de poner en marcha el proyecto del Gasoducto del Norte. Su posición no era un mero capricho (ese jamás fue su estilo), sino que se fundamentó en el análisis serio y ponderado de la situación energética internacional y, más específicamente, de las tendencias relacionadas con los tres combustibles fósiles mencionados.
En síntesis, la construcción y operación del Gasoducto del Norte es un proyecto peligroso para decenas de comunidades asentadas a lo largo del trayecto propuesto. A pesar de la insistencia oficial de que no habrá accidentes, la evidencia histórica y reciente es irrefutable: las explosiones y los desastres asociados con este tipo de tubería han ocurrido incluso en países con experiencia más que centenaria en el manejo de este gas tan volátil. Por otra parte, llama la atención el hecho de que el mismo Departamento de Defensa de Estados Unidos, entre otras agencias de ese país, ha pronosticado que, tan cerca como el año 2025, el gas natural no estará disponible en abundancia y a precios bajos. Además, se espera que dentro de muy poco tiempo se formalice una Organización de Países Exportadores de Gas Natural (similar a la OPEP en el caso del petróleo) cuyos miembros determinarán la oferta mundial, el precio y, por consiguiente, la disponibilidad del combustible para todos los países compradores, incluyendo a Puerto Rico. A lo anterior se añade que el gasoducto comprometería a la AEE y, por ende, a todos sus abonados, a enfrentar una deuda multimillonaria cuyo pago dependería de la energía que consumamos, lo que contradice la meta de conservación tan presente en el discurso reciente de la agencia.
A la altura de fines de la primera década del siglo XXI resulta impostergable que retomemos el mensaje de personas como Smith y tantos otros científicos: no podemos condenar al País a un futuro energético tan inseguro. Las comunidades del sur, del centro y del norte del País se oponen con fuerza y con razón a una propuesta insensata. Y tampoco lo hacen por capricho, sino por razones de peso, que las hay y de sobra. El Gobierno tiene la palabra.