No me gustan las peleas de gallo. Me parecen un espectáculo cruel y no me convence el argumento de que “ellos pelean porque la naturaleza los hizo así’. Pero más allá de mis objeciones particulares, estoy convencida de que si las cosas que se hacen en Puerto Rico son buenas, malas o regulares —en particular, cuando como en el caso de las peleas de gallo, están tan enraizadas en nuestro folklore— eso nos corresponde determinarlo a nosotros los puertorriqueños.
No me gustan las peleas de gallo. Me parecen un espectáculo cruel y no me convence el argumento de que “ellos pelean porque la naturaleza los hizo así’. Pero más allá de mis objeciones particulares, estoy convencida de que si las cosas que se hacen en Puerto Rico son buenas, malas o regulares —en particular, cuando como en el caso de las peleas de gallo, están tan enraizadas en nuestro folklore— eso nos corresponde determinarlo a nosotros los puertorriqueños.
Pero como así es la vida en la colonia, fue el tejano George Bush quien firmó hace ya casi un mes (aunque la noticia nos llegó apenas la semana pasada) una ley que prohíbe el tráfico interestatal o con el extranjero de gallos de pelea. Si bien el nuevo estatuto no convierte en delito las peleas en sí, expertos en el tema están convencidos de que llegó el apocalipsis gallístico y de que, dada la importancia del comercio de gallos con otros territorios, es el principio del fin de la industria de gallos de lidia.
En el lance ha salido particularmente mal parado el comisionado residente Aníbal Acevedo Vilá, a quien otros asuntos congresionales parece que le llamaban más la atención que el del deporte del pico y las espuelas, por lo que no logró nada en pro de los amantes del plumífero entretenimiento.
De acuerdo al registro congresional, nuestro representante en Washington no dejó constancia en los debates sobre la medida ni de haber dicho este pico es mío. Parece que Acevedo, para desdoro del partido que una vez se jactaba de ser liderado por el “gallito que no se juye”, se sintió tan desvalido en la gallera washingtoniana, que pese a las promesas hechas a los galleros boricuas, a la hora de la verdad permitió que le mataran el pollo en la mano.
Como del gallo caído todos hacen caldo, los estadistas en Puerto Rico, en un arrebato de amor por las tradiciones patrias, han hecho fiesta con este nuevo fracaso del comisionado residente. Según los anexionistas, el único culpable de este revés es Acevedo, por no hacer su trabajo como Dios manda. Con la miopía que los caracteriza, eximen del pecado a los norteamericanos que radicaron, consideraron, cabildearon y aprobaron el proyecto.
De paso, olvidan que el conjunto de senadores y representantes de Oklahoma, Luisiana, Florida y Nuevo México (donde como aquí se crían gallos para pelea) no tuvo mejor suerte para detener la legislación que también afecta a sus constituyentes.
La moraleja de este episodio es una sola: cuando un país manda sobre otro, lo que importa son los intereses y el poder del país dominante. Que los norteamericanos no puedan entender la importancia cultural de las peleas de gallo para los puertorriqueños —repito, por bárbara que a algunos nos pueda parecer la práctica—es apenas una muestra pequeña de la imposibilidad de conciliar dos culturas distintas y muchas veces, claramente encontradas.
El que diga —como testarudamente sostienen algunos populares— que es un exceso echarle la culpa a la colonia por el asunto de los gallos, que llegue al aeropuerto con un gallo en la maleta a ver qué pasa, o mejor aun, que intente aprobar legislación local autorizando el comercio de gallos de pelea con otros países.
Por lo primero le espera una penalidad cortesía del Gobierno federal y, tras lo segundo, el recordatorio siempre vergonzoso de lo que significa la doctrina jurídica del campo ocupado, que señala los mil asuntos gobernados por los americanos sobre los que no podemos legislar los puertorriqueños, por más que nos incumban de forma directa.
Para los ingenuos que han creído —y los engañadores que difunden— que en la gran casa del Estado Libre Asociado estamos a salvo de que trasteen con nuestra cultura y con las cosas que nos importan a todos, ahí está el testimonio claro del Congreso y de Bush asegurando lo contrario. Para los que ya estábamos alerta, esa nueva constancia de la impotencia de nuestro gobierno se suma a la lista en la que ya figura el bombardeo en Vieques en contra de nuestra voluntad, el saqueo del agua del río Blanco por parte de la Marina, la negación del permiso para estar representados en organizaciones internacionales con voz propia, la imposibilidad de cobrar los arbitrios locales a la industria de acarreo y la regulación de los aspectos más nimios de nuestra vida.
En cada una de estas instancias, con repercusiones que van desde lo folklórico hasta lo económico, la colonia ha demostrado tener todas las de perder.
Este año se cumple medio siglo de la fórmula política que por no dejar de quitarnos algo, nos niega hasta la posibilidad de decidir el futuro de la tradición gallística en nuestra tierra. No hay que ser fanático o conocedor de los gallos para entender que al status en el que vivimos le falta cría. Es un buen momento para que los que apostaron la historia y el destino de este país a ese gallo, se vayan dando cuenta de que la colonia, como dicen del gallo grande y vistoso que no sirve para dar la pelea, les resultó marrueca.